Una opinión más
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Xavier Cantera
Las sensaciones sobre Cullera, en este verano, las he imaginado en forma de un drama en tres actos y un epílogo inacabado.
En el primer acto se levanta el telón y aparece un grupo de jóvenes enamorados mirando al mar y cantando, con la fuerza del romanticismo parisino: “Cullera, mon amour”. La escena representa un tiempo en el cual la clase media de la comarca de la Ribera del Xùquer se enamoró de Cullera, sobre todo de su bahía y la eligió como lugar donde construir todos los signos de un mayor nivel de vida para sus familias conquistados con el trabajo en la agricultura, la industrialización de nuestra economía comarcal, con la llegada del turismo y, sobre todo, con la fuerza imparable de la inversión inmobiliaria. Todos pusieron sus ojos en las cualidades de esta costa y suspiraron por pertenecer a esa clase social que adquiría su segunda vivienda en uno de los parajes más bellos de la costa levantina: “Cullera, mon amour”. Durante muchos años, Cullera ha sido como una “diosa mitológica” que, expulsada del Olimpo de la economía sostenible, ha satisfecho todos los deseos desordenados de sus amantes.
En el segundo acto se levanta el telón y sobre el paisaje de la Vega, todo verde, paralizado por la explosión de la burbuja inmobiliaria que, como un gran virus informático, ha destruido todos los edificios virtuales planeados, un grupo de propietarios agrícolas, con tristes recuerdos de Hiroshima, cantan también su himno: “Cullera, mon amour”. La estafa económica ha dejado los restaurantes vacíos en un 40% más que el año pasado, la mitad de los camareros no han sido contratados, los edificios están salpicados de carteles de “se vende” y “la diosa” ha sido abandonada por uno de sus amantes preferidos, el turismo nacional. La clase media de toda la vida sigue transitando por su paseo mientras mira de reojo las tiendas y los restaurantes, consume helados y regatea con los vendedores del mercadillo.
En el tercer acto se levanta el telón y dos turistas suben al Castillo de Cullera, edificado sobre la “Montaña de las Zorras” y, desde allí, admiran cómo la Vega ha vencido, de momento, al Manhattan. Los dos parisinos sonríen irónicamente mientras sus miradas revolotean sobre los tejados del pueblo antiguo. Ya en el interior del castillo rememoran una nueva batalla ganada contra los piratas, los de la banca. Desde la atalaya descubren la franja azul mediterránea que engalana los innumerables e irregulares edificios de la costa. Entrando en el santuario los dos suspiran a la vez: “Cullera, bien merece una misa” si quiere seguir siendo la “diosa” del Mediterráneo y ruegan para que el sacrificio anti ecológico aplicado ya sobre ella sea suficiente para satisfacer los deseos insaciables de los especuladores y no destruyan lo que aún queda de la juventud de la “diosa de la bahía”.
Epílogo. Se levanta el telón y en la sala sin armas del castillo se reúnen los representantes de todos los estamentos y organizaciones de la ciudad. Cierran las puertas y se comprometen a no salir de allí hasta no tener un proyecto de futuro consensuado y sostenible para Cullera… para cuando haya crédito.
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