sábado, 25 de junio de 2011

BARRIO DEL POZO " barreig del pou "





Cullera ha sabido respetar gran parte de unas raíces que se adentran en el pasado y perviven en un presente muchas veces saturado por el ruido, las prisas y el sutil desconocimiento de las personas que conviven a nuestro alrededor.
Y es que apenas una calle separa la Vila del oasis que representa para la ciudad el Barrio del Pozo, auténtico espacio en donde el silencio o, en todo caso, únicamente la palabra sustituye al ruido de los motores, el caminar pausado sustituye a la aceleración y la conversación calmosa entre el vecindario sustituye al anonimato. Se diría que a partir la plaza de la Libertad en dirección a la calle del Muro de las Ánimas, en donde todavía se conservan lienzos de la muralla del siglo XVI, y mirando hacia la montaña, se entra en otro mundo a través de un túnel del tiempo, que retrocede siglos en la andadura cotidiana. Porque, de espaldas al mercado y a sus jardines, un conjunto de calles comienzan a arañar la montaña con sus rampas extremas, configurando, en su conjunto, el llamado Barrio del Pozo, auténtico vestigio del pasado.
En su origen, este conjunto de callejuelas y plazoletas, conformarían el asentamiento más antiguo de la Qulayra de época islámica que, en la actualidad, todavía mantienen el encalado de las casas, los balcones adornados con multitud de macetas con flores y ese aire tranquilo y anacrónico que se respira entre sus vericuetos. Y si se profundiza en la visita—cosa aconsejable—, además de observar la adaptación de los habitáculos a la especial topografía de la montaña, se podrán observar los retablos de azulejos de tradición valenciana que representan diversos santos patronos que se mantienen casi intactos, muchos de ellos del siglo XVIII. Y paseando entre estos callejones, respirando el aire de las plazoletas, un conjunto lleno de nostalgia y de encanto, mezcla de tradiciones que se pierden en la niebla de los tiempos, se podrá enhebrar la conversación con los habitantes del barrio de toda una vida mientras riegan sus macetas, barren las puertas de sus casas o reparan sus motocicletas—no es posible acceder con coche—, sobre lo humano o lo divino, sin prisas, con la tranquilidad y templanza que supone vivir cerca y, al mismo tiempo lejos, de una sociedad con frecuencia demasiado alterada por el consumismo y la inmediatez de las cosas.
Desde este barrio, subiendo por la calle que bordea el mercado municipal, accederemos al zigzag que nos conducirá, al Castillo y al Santuario a través de la Torre de Santa Ana o de la Reina Mora.

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